El espejo sangrante
Tengo la amargura de veinte vidas encima
me hacen pesado el cerebro
me lo llenan de sangre amarilla, de furia encendida
y me cuesta pensar en otra cosa que no sea el dolor activado.
Es el ego herido, el demonio invisible que nos muerde la pierna
como un cilicio afilado
que hemos elegido portar.
Una vez que la carne está herida, cualquier excusa es buena para alimentar a esa bestia.
Hasta una alegría, como el ya no sentir tanto, la ingenua celebración al fin poder dejar atrás una historia mal parida
que el cuerpo olvide cómo sobresaltarse y doler
se vuelve alimento para la bestia
la bestia dice: "ah, ya cerraste ese puerta? aquí está todo lo demás que tenías pendiente. Aquí está, rabiosa,
tu soledad"
y tú, con el muslo sangrando, aceptas el pacto. Y ya no sabes qué hacer con tanta lejía.
Como puedes la bailas, la transpiras,
obedeces, buscas tus lugares, repasas trayectorias, cuentas, preguntas, reconstruyes
te encuentras con la total indiferencia de ese otro que creíste que te importaba
él, desde su planeta lento, inmutable, ni siquiera te ve, aunque te toque,
está y no está
y tú estás sola con tu rabia.
Pero por suerte la bestia se cansa, poco a poco se va disipando
lo que termina de matarla es pararse de cabeza
la sangre amarilla se disuelve y se vuelve a la normalidad donde todo se siente menos
la indiferencia de esos otros ni siquiera importa porque
no los conoces
ni te conocen
todavía son posibilidad, son incógnita
y probablemente así se queden para siempre.
La amargura de veinte vidas se redujo como a nueve
con esa cantidad de odio ya se puede estar mejor, dormir bien.