I.
Nunca he pretendido comerme al mundo, al contrario, lo único que espero es que cuando la tierra me devore sea rápido y de una sola dentellada, que no quede nada de mí, ni de mis huesos. Cada hueso es un dolor.
No quisiera que ningún ser vivo herede mis huesos, mis carencias, mis dolores.
II.
Me agobia la trascendencia. Me deprime pensar que tengo que ser algo para alguien, que tengo que ser.
Preferiría existir sin propósito, durar lo que una mosca, no pertenecer a la especie que se considera a sí misma más relevante que los gatos. Me pesa mi humanidad tan estúpida, tan poco elegida, me pesa, aunque abrace mi cuerpo -que, hoy por hoy, es lo único que tengo-.
III.
Cuando me muera, cuando la tierra por fin me trague de vuelta, nadie se va a acordar de lo que hice, de lo que escribí, de lo que soñé o de las cosas que -emocionada- compartí a medianoche. Los animales que acaricié tampoco van a poder recordarme.
Algún día me va a absorber la nada, serena, y voy a caer en ese shavasana de todos los días, sólo que ese va a ser el de para siempre, y va a dar igual si mis brazos están torneados o si mi vientre está presente. Va a dar igual, no voy a estar. No voy a ser. Como nunca fui.
